La excesiva propaganda en torno al bicentenario de las independencias de los países latinoamericanos, hace aún más ineludible la producción de textos realistas y críticos que realicen un viaje histórico para comprender el papel que nuestra región ha desempeñado como periferia subyugada a través del tiempo a diferentes centros: primero España, luego Europa y por último Estados Unidos, cuya hegemonía actualmente está siendo disputada por Europa y Japón, formando así una triada cuasi gobernante de América Latina a través de sus empresas y de los organismos internacionales que hacen de sus intereses, políticas internas para los países latinoamericanos.
Los problemas actuales de la mayoría de los países de América Latina son muy similares como resultado de la herencia colonial española: el haber sido naciones conquistadas por una España en decadencia política y económica, que continuaba manteniendo en pie estructuras feudales que ya comenzaban a derrumbarse en el resto del viejo continente, trajo consigo que en las colonias ibéricas de América se adoptara una visión oscurantista, reflejada por ejemplo en la decisión de la Corona española de expulsar a judíos y moros, que eran la vanguardia de la burguesía comercial y representaban una clase financiera naciente, por ver en ellos una clase que se pensaba revolucionaría la sociedad y asumiría el poder económico en las colonias, poniendo en peligro la posición de la nobleza incluso en la propia España.
La Corona buscó organizar una estructura productiva más estable, sustentada en la monoexportación de minerales (95% de las exportaciones a España en el siglo xvi eran minerales), en particular de oro y plata,[1] que sirvió para financiar la Contrarreforma y los exquisitos gastos de la nobleza, sin importar la profundización de las distancias sociales. Básicamente lo que se pretendía era acrecentar el patrimonio de la nobleza y el poder ideológico y económico de la Iglesia, cuyo enriquecimiento fue más feroz que el de los conquistadores, quienes lograron en algunos casos un considerable ascenso socioeconómico.
Al interior de las colonias la Iglesia se convirtió en rectora de la estructura económica, pues además de monopolizar la producción agrícola, como la gran institución latifundista que era, fue la primera y única institución financiera. El mercado interno en las colonias americanas estaba enfocado al sostenimiento de la metrópoli a través de la explotación de la mano de obra y el acaparamiento de los medios de producción. Los excedentes económicos se mandaban íntegros a España, sin preocuparse por reinvertir ni modernizar las formas de producir en las colonias americanas. Cabe añadir que España se veía obligada a comprar los productos de la recién industrializada Inglaterra: estable políticamente, vigorosa militarmente y perfilándose además como una potencia comercial marítima, Inglaterra entró a la escena económica y financiera de América Latina como importador de materias primas. Crecimiento del comercio internacional que sedujo a los criollos latifundistas, quienes sustituyeron a España como su metrópoli después de sus “Independencias latinoamericanas” por otras potencias económicas europeas, como la mencionada Inglaterra.
A finales del siglo xix el desarrollo de las burguesías latinoamericanas se daba desde la construcción de sus espacios de poder estatales. Acumularon riquezas no para fincar un Estado, sino por simple atesoramiento patrimonial; ello va a explicar por qué se dedicaron a adquirir empréstitos, o bien productos importados, ya fueran artículos suntuarios o simplemente con mayor valor agregado que los producidos domésticamente. Las nacientes burguesías se distinguieron por ser latifundistas, por trabar estrechos lazos económicos con Europa, y por preservar las estructuras económicas y sociales impuestas durante la Colonia para beneficio propio, dadas las ventajas que las relaciones sociales semifeudales tenían sobre las del capitalismo floreciente, en términos de supremacía y dominio.
La clase latifundista comenzó a declinar como resultado del nuevo capitalismo industrial y del desarrollo tecnológico que éste trajo consigo: la invención de máquinas, la utilización de nuevas fuentes de energía como los combustibles fósiles y la electricidad para la producción en las fábricas, dejó en la obsolescencia las formas tradicionales de producción de riqueza. Las empresas extranjeras y los trusts, la mayoría de procedencia europea y algunas de capital estadounidense, dominaron el panorama económico nacional. A esta lógica de inversión extranjera hay que agregar los tratados de reciprocidad comercial que fueron impuestos y que estaban dirigidos a asegurar mercado y sobre todo institucionalizar las relaciones de dependencia; fenómeno también conocido como “régimen de capitulaciones”. En esta etapa es cuando en América Latina se crearon medios de comunicación y transporte para el mercado interno e internacional. [2]
Alrededor de los años cincuenta del siglo xx, América Latina se consolidó como foco de inversiones mundiales, aunque desde antes Estados Unidos ya contaba con una presencia fundamental en la región, con inversiones principalmente en la explotación minera y petrolífera. Si bien la inversión extranjera continuó manteniendo su interés en la explotación de materias primas, hacia los años sesenta se enfocaría sobre todo a la industria manufacturera, por las facilidades otorgadas por los gobiernos locales y los bajos costos de la mano de obra, convirtiéndose así América Latina en un atractivo foco de inversión para la codicia capitalista. Desde ese entonces es en México, Brasil y Argentina, donde se encuentra la mayor concentración manufacturera de América, por parte de Estados Unidos. De ese modo Estados Unidos y las demás potencias no sólo exportan mercancías y capitales, también siembran fábricas (o maquilas) y así acaparan la producción de América Latina.
El interés de las corporaciones extranjeras por apropiarse del crecimiento industrial latinoamericano, les ha llevado a crear estrategias mercantilistas dirigidas a minar y ulteriormente a absorber las pequeñas industrias de la región: las empresas extranjeras identifican a las industrias del mismo ramo que tienen un ligero dominio interno sobre el mercado, para después bombardear éste con los mismos productos pero a precio más bajo. De ese modo eliminan la competencia y arrinconan a las compañías nacionales a vender (en ganga) sus acciones o su infraestructura. Muchas empresas latinoamericanas para no quebrar acuden a la banca para pedir préstamos, lo cual termina siendo un callejón sin salida: dado que la banca en todo el continente americano es predominantemente extranjera, generalmente los préstamos son negados para hacer de las empresas locales presa fácil de las empresas trasnacionales. La economía está estructurada para mantener en riesgo continuo nuestra industria y mercado nacionales, reproduciendo así nuestra dependencia económica.
Desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos ha consolidado su hegemonía en América Latina gracias a la diplomacia del dólar y la eficiencia de sus empresas transnacionales, que están fuertemente apuntaladas por estructuras internacionales erigidas desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Auspiciados por las clases dominantes locales, los acreedores financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional (fmi), el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (birf), y el Banco Interamericano de Desarrollo (bid) han acrecentado a tal punto su poder que son prácticamente quienes redactan e imponen las leyes nacionales y prohíben o autorizan las medidas de los gobiernos en América Latina. En la lógica neoliberal los Estados no influyen más en la economía y desarrollo de su país. Las Fórmulas del fmi, para “beneficiar y estabilizar” a los países de América Latina, no sólo han fracasado, sino que han perjudicado el desarrollo de la región, y acelerado la desnacionalización económica ¿Dónde está la soberanía sin las riendas de nuestro destino económico?
La clase dominante latinoamericana es oligárquica: los políticos y tecnócratas que administran los Estados como empresas han preferido asociarse con las élites extranjeras y convertirse en apologistas de un modelo económico que es salvaje con el trabajador y la empresa nacional, mientras que es noble con el capital extranjero, que no paga impuestos y que en su forma bursátil ha hecho de nuestro continente una ruleta de casino.
Ahora las élites son transnacionales, mientras que América Latina continúa siendo periferia. El bicentenario ni siquiera sabe a nostalgia porque no tenemos referentes claros o verdaderos de una etapa de independencia real.
[1] Para esta actividad se requería de mucha mano de obra, por ello las ciudades más grandes de América se encontraban donde habían bastas vetas de esos metales, así también los espacios administrativos tuvieron atenciones en servicios urbanísticos puesto que ahí vivían los españoles peninsulares.
[2] Desde luego no en todos los países de América Latina.